Fue durante mi estancia en las dunas donde vi por primera vez bailar al desierto.
Tantas veces me lo había imaginado que me costó creer que lo que estaba viendo embobada era la danza de la arena. En mi cabeza había sido grácil, rápida quizá, incluso figurativa. Todo eso estaba muy lejos de la realidad. Abrí los ojos como pude y me di cuenta de que el desierto solo baila en nubes.
Hay que ser muy afortunado para verlo. Las corrientes de viento convergen y te ves envuelto en remolinos ocres. Enraízas los pies al fluido arenoso y te haces muy pequeño mientras observas como cambia el paisaje. Temes al Sáhara vivo con la fuerza de los que allí habitan y sientes las dunas libres sabiendo que la arena no es de nadie, que ningún jefe de estado puede poner allí fronteras.
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Días después, tras intentar chapurrear las cuatro palabras en árabe que Lamin se había cansado de repetirme, les pregunté en inglés a los nómadas que por qué existían las tormentas de arena.
A Madani se le encendió un brillo especial en los ojos y me contestó con la voz de sus antepasados: «Mi abuelo me dijo una vez que cuando viene una tormenta de arena es porque el desierto está feliz».
Qué afortunado el desierto. Y qué afortunada yo.
Hola Violeta,
soy José Manuel de la Huerga:
acabo de leer tus dos entradas de diario y poema.
¡Me encantan! Eres plástica, vital, pintas con palabras.
Vete reservando la noche del sábado 13 de enero de 2018, para leer tus textos del desierto con Fernando y algunos amigos más.
Qué suerte haber coincidido ayer.
(Mándame un correo y te envío el programa, aún en mantillas.)
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