Hago un par de amigos durante la larga espera: Thomas, un loco escocés que viaja a Bristol a correr detrás de un queso, y Katy, una estudiante de medicina muy británica y bastante descocada. Hablamos de todo, recorremos varias veces el aeropuerto.
Son cinco horas las que se prevén de retraso en nuestro avión a causa del mal tiempo.
Mi inglés es bueno pero es pésima mi paciencia. Corren los minutos a una velocidad muy lenta y decidimos salir más allá del límite de las puertas de embarque (más lejano aún que el mismísimo fin del mundo) para preguntar a la compañía aérea cuál es el protocolo que debemos seguir. Nos dicen que volvamos a la puerta B29 para que nos den unas tarjetas con dinero suficiente para la cena. Yo, capitana del barco, dirijo a mis dos sajones tripulantes hablando, sin saber lo que pasaría después, de grandes cenas, buffets libres con violines de fondo, restaurantes japoneses y comer hasta reventar.
Pasamos de nuevo el check-in y me la juego en el control de cosas ilegales por segunda vez. Puerta de embarque, B29 en Madrid Barajas. La cola más lenta de la historia. Reparten folletos y escuchamos que vamos a poder reclamar por valor de 250 €, que es más de lo que ha costado el viaje completo.
La hora de salida eran las 21:45 y acaba saliendo el avión a las tres de la mañana. Hago un cálculo rápido y me agobio al darme cuenta de que voy a llegar a las 6 a Bristol.
Nos dan las tarjetas prometidas por el valor de nuestra copiosa cena. Resulta que con 4,50 € no nos da ni para un café del establecimiento más barato y después de 1000 leguas de viaje, nos decidimos a acampar en el Starbucks y coger una ensalada, un burrito y un brownie sin gluten para compartir con mis dos secuaces.
Thomas y yo hablamos de muchas cosas y van saliendo expresiones en nuestras lenguas respectivas. Me enseña la lista de términos y frases españolas para recordar y su traducción directa al inglés. Las tres primeras (temazo, empalmado y en bolas) sirven como resumen de las 50 sucesivas.
Vuelvo a mis historias. Leo, escribo.
Nos llaman.
Cansados, reptamos a la puerta de embarque para volar. Ya no tengo miedo. Nos hacemos una foto para el recuerdo y nos damos los teléfonos móviles. Al final ha estado bien. Sí.
Hago el vuelo dormida.
Estoy tranquila porque la luna me mira por la escotilla circular. Si la luna gravita tranquila, yo también puedo hacerlo.
No hay tiempo, no existe. Pasan horas como minutos y minutos como horas. Con esto quiero decir que me he quedado gamba en el asiento.
La luna sigue mirando y antes de que pueda darme cuenta, aterrizamos. Tal es mi noción del tiempo que no sé siquiera cuánto ha durado el vuelo.
Arrive at the airport.
Vuelvo a juntarme con mis secuaces, esta vez para despedirme. Una cosa buena del retraso.
Salgo a buscarme la vida, a cazar algún autobús despistado fuera de hora y lugar.