Los viajes no comienzan en un avión, un tren o un autobús. Empiezan siempre en una conversación estimulante, en una idea que se sale del cuadro o escuchando una buena canción y éste no iba a ser menos.
En plena crisis personal y en medio de una vida laboral incipiente y accidental -deseada por todos menos por mí- inicio la travesía que entonará la canción irlandesa por los acantilados del atlántico salvaje del oeste.
Así que cojo los vuelos de ida y vuelta y empiezan las aventuras a medio mes de hacer la maleta.
20 de mayo del 2016
Tenemos muy poco tiempo para organizarlo todo y la mejor opción acaba siendo alquilar un coche. Todo son impedimentos. Yo, que soy la más pirata de Europa, paso media semana buscando la manera de falsificar firmas y conseguir una tarjeta de crédito a nombre de Irene, mi compañera de aventuras. Suele decirse que nunca se es demasiado joven para hacer algo pero en este caso tenía la sensación de que íbamos a caer con todo lo puesto.
Relación de requisitos fundamentales para alquilar un coche y estado en el que nos encontramos nosotras:
- Ser mayor de 25 años: 23 (yo) y 24 (Irene)
- Tener más de dos años de carnet: 6 meses (yo), 5 años (Irene) (pase)
- Tener una tarjeta de crédito con los datos en relieve: No (yo), no imposible (Irene)
Cosas de la edad. 1/3.
A 25 de mayo encuentro una cláusula que nos permite pagarlo si la tarjeta de débito tiene los datos en relieve. 2/3. Nos la vamos a jugar.
27 de mayo del 2016: El viaje.
El tren me trae muchas ideas. Las nubes pasan rápido y me debato entre bailar o hacerle el amor al megalitismo de los dólmenes, aún invisibles, del aire vikingo. Un par de poemas del amigo Rimbaud y me quedo sopa. Dura poco, muy poco. Una siesta a velocidad supersónica.
Mi maleta pesa por encima de mis posibilidades.
Aeropuerto. Es infinito, laberíntico. Interminable. Una invención mística del mismísimo hacedor del infierno. Las paso canutas para hacer el check-in porque llevo una navaja, un camping-gaz y una harmónica, pero paso -más bien me pasan- y camino. Camino, camino, camino tanto que mis pies se rompen y mis miedos se olvidan. Quizá hagan los aeropuertos tan amplios para que la gente olvide su miedo a volar y solo se acuerde de que quiere llegar a su puerta de embarque.
Me siento en las butacas y espero a que llegue mi avión. Pero mi avión va a tardar mucho más de lo que espero en venir a recogerme.